
En el debate sobre la tauromaquia, muchas veces se olvida un hecho crucial: sigue siendo uno de los espectáculos que mayor interés despierta y, después del fútbol, es el que más público congrega en España. Esta realidad demuestra no solo el arraigo social de esta tradición, sino también su impacto económico directo. Más allá de la controversia, es un negocio cultural de gran rentabilidad, que mueve masas, genera empleo y mantiene viva una parte esencial de nuestra identidad cultural y tradición.
Las plazas de toros que cada temporada se llenan de aficionados y turistas nacionales e internacionales, como las de Madrid o Sevilla, generan ingresos no solo por la venta de entradas, sino también por el consumo en restaurantes, hoteles, comercios y transportes. Una cadena de valor que sostiene miles de empleos directos e indirectos, desde los ganaderos hasta los mozos de espadas, pasando por artesanos, sastres y empleados de las plazas.
Además, la tauromaquia no solo es una actividad económica rentable, sino que también es un pilar del patrimonio cultural español. La demanda constante por parte del público evidencia que no se trata de un espectáculo en decadencia, sino de una manifestación artística viva, con capacidad de emocionar y movilizar a millones de personas.
Frente a este impacto, sectores de la izquierda política han intentado imponer su rechazo, utilizando el argumento del maltrato animal como bandera. Sin embargo, no es coherente ni proporcional, ya que ese supuesto interés por los animales rara vez se aplica con el mismo énfasis en otros ámbitos donde el sufrimiento es mayor y más sistemático. En realidad, el rechazo a los toros responde muchas veces a una voluntad ideológica: borrar un símbolo cultural español que no encaja con su visión de país. Pero la tauromaquia es parte del ADN cultural de España, y ha sido exportada con orgullo a países como México, Colombia, Francia o Perú.
Un caso reciente en Benalmádena ilustra este clima de intolerancia que desde la izquierda se viene sembrando en la sociedad desde hace años. Una concejal del Partido Popular fue objeto de un auténtico escarnio en redes sociales tras compartir una foto asistiendo a una corrida de toros. Por el simple hecho de ejercer su libertad individual y defender una tradición cultural legal y legítima, recibió ataques personales, insultos y descalificaciones, llegándose a exigir su dimisión. Esto es un reflejo de la deriva ideológica totalitaria de quienes no aceptan que haya otras formas de entender nuestra cultura, nuestras tradiciones y nuestra identidad.
Y mientras se demoniza a quienes apoyan la tauromaquia, una instalación con enorme valor potencial cultural y económico, como la plaza de toros de Benalmádena, permanece cerrada desde 2011. Se trata de un espacio que no sólo se está desaprovechando sino que se deteriora cada año sin que los poderes públicos hagan nada para remediarlo. Esta plaza podría ser un polo de atracción turística si se recuperara como lugar para ofrecer espectáculos taurinos, exhibiciones ecuestres como los concursos de enganches, conciertos, y todo tipo de eventos culturales. En una zona tan turística como la Costa del Sol, no tiene sentido mantener en ruinas una instalación que podría dinamizar la vida social y económica del municipio.
El Grupo Municipal Vox llevó recientemente a pleno una iniciativa para rehabilitar y poner en valor esta plaza. Sin embargo, el equipo de gobierno optó por “dejarla sobre la mesa”, eludiendo el voto y, con ello, la responsabilidad política. El Partido Popular, como en tantos otros asuntos, se ha puesto de perfil no defendiendo con claridad nuestra cultura y tradiciones, y dejando la lucha ideológica en manos del PSOE. Ésta no es forma de combatir a la izquierda, como el PP pretende vender a sus votantes, a los que intenta convencer con palabras y declaraciones de intenciones, mientras pacta con el PSOE toda la agenda ideológica woke. Al final, PP y PSOE se diferencian en su discurso pero no en sus políticas. En la práctica, son lo mismo.
Recuperar la tauromaquia no significa imponer nada, sino ofrecer libertad: que quien quiera disfrutar de estos espectáculos pueda hacerlo, y que los espacios culturales no se abandonen por prejuicios ideológicos. Es apostar por la tradición, el empleo, el turismo y la cultura. Y defender el derecho a no ser señalado por participar de una tradición legal que forma parte del alma de España y que en municipios como Benalmádena, puede ser también una oportunidad para revitalizar su oferta de ocio y recuperar una parte de su historia. Prohibirla o censurarla no es progresismo: es intolerancia.
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