jueves, septiembre 12, 2024
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El otoño en Pekín

Título de una de las novelas más reconocidas del versado y multidisciplinario Boris Vian. Dramaturgo, novelista, ingeniero, poeta, periodista, traductor, aficionado a los coches de carrera…, mil y una maneras suyas de cosechar en el quehacer diario; además, autor de letra y música en creaciones de jazz. Entre la bohemia musical con que se codeaba en el muy chic y parisino barrio de Saint-Germain-des-Prés, resaltaban Duke Ellington, Miles Davis y Charlie Parker. Frecuentó a grandes de renombre literario, sirva de ejemplo: Albert Camus y Jean Paul Sartre.   

Aunque de corta vida, Boris Vian, a trompicones y a salto de mata, este francés, apasionado en cierta medida de lo excéntrico, —también en sus libros—, para bien y para mal, no pasó inadvertido a ojos de los amantes de la literatura, tampoco de quienes, otorgándose juicios y ortodoxias morales, conspiraron contra su creatividad. Su primera novela, ‘Escupiré sobre vuestra tumba’ (1946) causó un mayúsculo escándalo en las élites de la Francia conservadora. Al amparo de la novela negra, denunciando la segregación racial en EE. UU. y de modo encarnizado la pedofilia, junto a su editor Jean D’ Hauin, fue procesado bajo la acusación de «ultraje a la moral y las buenas costumbres». 100.000 francos resulto ser la multa, así como la prohibición de seguir divulgando la novela. La segunda edición se realizó clandestinamente. Sus seguidores, los amantes de la libre literatura, así lo reclamaban.

En una de sus composiciones musicales, Boris Vian grabó un disco y, dentro de él, la canción ‘El desertor’; la letra incitaba a la objeción de conciencia. Corrían los años en que Francia se hallaba enfrascada en el conflicto colonial con el pueblo argelino. La campaña de desprestigio orquestada por las autoridades del momento, ni fue pequeña, ni fue banal.

‘El otoño en Pekín’ (1947), su segunda novela. Quizás su historia más fantástica, por no decir más extravagante, incluso más irreverente, y, aun así, genial. Irrespetuosa, claro está, con los cánones de una narración formal donde dos y dos solo pueden ser cuatro, olvidando que también pueden ser veintidós. Incluso el título es irreverente (quizás el autor lo hiciera a propósito); ni el otoño, ni Pekín, tienen nada que ver con la historia que se nos presenta. De hecho, y aunque avanzada la novela se van atando hilos, al principio nada tiene que ver con nada. Y, aun así, insisto, todo es genial.  

Al ritmo a veces alocado en su narrativa, Boris Vian nos anima a realizar un viaje singular. Nos invita a subir al autobús de línea regular 975, conducido por un loco de remate. En él y acompañados de un tal Amadís Dudu, llegaremos en su última parada del recorrido a un desierto llamado Expotamia. Explorando entre colinas de arena y ausentes de una civilización al uso, conoceremos a Mascamangas, el médico; a Cobre, la prostituta de color; a Atanágoras, el arqueólogo; a dos hombres y una mujer, amantes y celosos a par; a un ermitaño; a un abad… En definitiva, a toda una tribu de excéntricos y simpáticos personajes. También, y aquí reside la espina dorsal del relato, descubriremos el lugar donde una empresa dirigida por un ambicioso consejo de administración es la encargada de construir una línea de ferrocarril. ‘Pelotazo’ lo llamarán unos, ‘progreso’ será la argumentación de otros. En la alocada ejecución, el trazado de las vías (algo absurdamente inamovible para los enriquecidos directivos) coincidirá con el único —y condenado a ser derruido— hotel en kilómetros a la redonda; el resto, arena y dunas de arena. Nadie cuestiona la oportunidad del trazado, tampoco la idoneidad de un ferrocarril en medio de la nada. No habrá pasajeros que lo demanden ¡No importa!, no habrá mercancías que transportar ¡Tampoco importa! Al fin y al cabo, pequeñeces carentes de significado. El valor es intrínseco en su propia ejecución, en la grandeza del acto. Fin de la discusión.

Y, entrecruzado con semejante despropósito, en ‘El otoño en Pekín’, Boris Vian nos deleita con desternillantes historias de amor, de odio, de celos, de caciques, de pederastas, de religiosos de dudosa creencia… Toda una identificación de estúpida realidad, fácilmente transportable a nuestro tiempo. ¿Acaso el ferrocarril de Expotamia no sería equiparable a la rancia grandilocuencia de más de un aeropuerto construido e infrautilizado en nuestro país? Sí, Boris Vian sabía de qué hablaba. Hay quien dice que escribía lo que le daba la gana y como le daba la gana y, a pesar de todo, a pesar de su delicada salud, lo escribía bien.

Con doce años, siempre acuciado de una débil lozanía, padeció fiebres reumáticas y tifoideas. Hasta en su fallecimiento a los 39 años, dejó marcada su impronta, su personalidad. Presente —y de incógnito en la sala, ya que la relación entre escritor y productora se hallaba bajo mínimos—, en el estreno de la película inspirada en su novela ‘Escupiré sobre vuestra tumba’, de un infarto al corazón resultó abrazado por la ‘Parca’. Se dice que fue su último acto de venganza ante quienes, según él, manipulaban con su obra.  

Quién sabe hasta donde hubiera llegado con un corazón menos exigente, acaso su vida hubiera sido aún más reluciente, más generosa en sus regalos literarios; con todo, su legado no es pequeño. Además de las ya mencionadas novelas, ahí quedará para disfrute de sus admiradores: ‘La espuma de los días’, ‘Todos los muertos tienen la misma piel’, ‘Que se mueran los feos’, ‘La hierba roja’ considerado uno de sus trabajos más autobiográficos.


Vladimir Merino es un escritor nacido en la extinta Unión soviética, descendiente de los llamados niños españoles de la guerra, afincado en Benalmádena. Suma diversos premios literarios y varias novelas publicadas como Todo comenzó con esa maldita guerraEl médico de los pobresMarinos de MatxitxakoLa Colombiana y Balas y violines. Aficionado al séptimo arte, desde el año 2017 es miembro de la Junta del Cineclub Más Madera.


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