Desde el principio de su fundación, la Inquisición Española mostró un gran interés por aquellos libros que pudieran inducir a los creyentes a la herejía. Para los de aquí y también para Europa, representó una dramática extensión de la censura, siendo los métodos habituales, la tortura, el acoso y la destrucción de libros y vidas humanas. Aludiendo a los autoproclamados autos de fe y en palabras del protagonista de la novela ‘La sonata de Kreutzer’ de León Tolstói: «Nadie tomó en cuenta los asesinatos de la Inquisición, porque se consideraba que se cometían en aras al bien de la humanidad».
Ya en el año 1490 bajo el mandato de Torquemada, procedentes principalmente de la Universidad de Salamanca, se realizó en Toledo una gran quema de libros judíos, también de astrología y magia. Algo similar ocurrió en el año 1501 en Granada bajo el mandato del cardenal Cisneros con la quema pública de toda la biblioteca nazarí en la plaza de Bip-Rambla (antiguamente conocida como ‘La Puerta del arenal’. Además de El Corán se redujo a cenizas libros de poemas e históricos de la cultura nazarí. Únicamente se salvaron los libros de medicina. El prestigio y el poder de Cisneros se incrementó a niveles insospechados legitimando su condición de biblioclasta.
Bajo el reinado de Felipe II, y por orden de este, el Inquisidor general Fernando de Valdés, elaboró una lista de al menos 700 libros que debían ser prohibidos en su totalidad o parcialmente. Ni el mismo Cervantes que en una de sus reflexiones nos decía que «el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho» se libró de recibir algún varapalo. Con Sancho Panza en algún momento de sus andanzas, se vio obligado a serpentear a los sucesores de Torquemada. En el capítulo 36 del segundo libro del Quijote, se encuentra uno de los escenarios que la Inquisición prohibió expresamente.
…Preguntó la duquesa a Sancho si había comenzado la tarea de la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntole la duquesa que con qué se los había dado. A lo que Sancho respondió que con la mano. —Eso —replicó la duquesa—, más es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandura: menester será que el buen Sancho haga alguna disciplina de abrojos, o de las de canelones, que se dejen sentir, porque la letra con sangre entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como es Dulcinea, por tan poco precio, «y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada».
Esta última frase, la entrecomillada por mí, fue la causa del litigio. En 1616, en una edición valenciana y por expreso deseo expurgatorio del Cardenal Zapata, fue suprimida. El autor fallecía ese mismo año y, por tanto, no tuvo opción de defensa para justificar el porqué de una supuesta afrenta a la moral imperante. Tal vez desde la tumba recién estrenada, Miguel de Cervantes se preguntaría que quien le había obligado a él a meterse en los barrizales resbaladizos de la caridad, virtud tan propiamente entendida por las autoridades eclesiásticas del momento. Similar trayecto recorrió el Lazarillo de Tormes, cuyo autor, acaso por voluntad propia —la inquisición acechaba— optó por protegerse en el anonimato, evitando así disgustos mayores. En su estilo irónico y despiadado con la sociedad del momento, con la exposición de las actitudes hipócritas tanto de las autoridades civiles como eclesiásticas, fue proscrito por el Índice de libros prohibidos de la Inquisición española en su edición de 1559. Tiempos después, tras expurgar determinados pasajes [1], fue autorizada su publicación. Y, una vez más, gracias a esos libros o palomas mensajeras ocultos al igual que los papiros y pergaminos de Ovidio en armarios o alacenas de sus numerosos y arriesgados seguidores, en el siglo XIX pudo reeditarse la versión original, esa que hoy disfrutamos en nuestras librerías y bibliotecas. Al igual que tantas otras obras, a Lazarillo de Tormes deberíamos considerarlo un superviviente, invisible durante años tras falsas paredes de algunas bibliotecas.
[1] Al ser esta una novela de autor anónimo es de suponer que la expurgación correría a cargo de responsables del Índice de libros prohibidos por la Inquisición española.
Vladimir Merino es un escritor nacido en la extinta Unión soviética, descendiente de los llamados niños españoles de la guerra, afincado en Benalmádena. Suma diversos premios literarios y varias novelas publicadas como Todo comenzó con esa maldita guerra, El médico de los pobres, Marinos de Matxitxako, La Colombiana y Balas y violines. Aficionado al séptimo arte, desde el año 2017 es miembro de la Junta del Cineclub Más Madera.