Si soñar es gratis y eso es lo que siempre hemos oído (incluso dicho), por descarte aquí y ahora no trataremos de los sueños amañados con ladinos edulcorantes, esos que, publicidad inducida, nos facilitan el deleite de exóticos paraísos, así como de enternecedoras caricias. “Entre, vea, disfrute… No hay mejor obsequio… Déjese atrapar por nuestra oferta… Sea feliz, goce de su libertad…, bla, bla, bla”.
No, nada de eso. Dejemos de lado los sueños estimulados por la codicia del buen vivir y detengámonos en los de la libre especulación, los incontrolados, los viajeros de la noche, los que, amasando nuestras pesadillas o nuestras alegrías, nos regalan viajes al infinito del inframundo o al paraíso del placer onírico. Esos sueños a veces de difícil interpretación, otras tantas de dificultosa retención.
Demos el salto e imaginemos un país donde, siendo gratis los sueños incontrolados, es de obligado cumplimiento dejar constancia escrita de ellos. Imaginemos un imperio donde el gobernante, sabedor de que “En el continente nocturno del sueño se encuentra tanto la luz como las tinieblas de la humanidad, su miel y su veneno, su grandeza y su miseria”[1], con expertos funcionarios analiza los sueños de todos sus vasallos. Analiza y actúa en consecuencia.
Para ahorrarnos el trabajo de tan complejo salto, creo de justicia agradecer al escritor nacido en la pequeña Albania (país tan cercano a mis fuentes), premio “Príncipe de Asturias de las Letras” y recientemente fallecido Ismaíl Kadaré. Agradecer, digo, por su quizá más importante novela “El Palacio de los sueños”.
Al igual que en los años de la dictadura en España, cuestionar al gobernante a través de la escritura requería innumerables dosis de osadía y malabarismo verbal, la novela de Ismaíl Kadaré, aun siendo reflejo de esa misma cortapisa, inventándose un ficticio y otomano país, blanco sobre negro nos ofrece una Albania cosechada de ciudadanía sumisa al poder, de entresijos conspirativos y de obediencia debida al Sultán. Así, uno de los protagonistas de la novela nos dice:“La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder, pero eso no tiene parangón con el drama de un pueblo entero prisionero de ese mecanismo”.
El Tabir Saray o Palacio de los Sueños, tan enorme como siniestro y sinuoso edificio, alberga en su interior una compleja y enmarañada red de oficinas, despachos, archivos, interminables pasillos y cientos de funcionarios con una única y jerarquizada función: descifrar el sentido y sentimiento de los sueños que, disciplinadamente y por escrito deben los súbditos hacer llegar al Palacio. Los hay fútiles o transparentes y limpios como el aire del gran monte Korab, sueños de escasa transcendencia. Por contra, los hay enrevesados, sinuosos, de oscura y oculta interpretación, tanto que resultan de difícil alcance incluso para su creador, y aquí sí, aquí será donde —tratándose de catalogar— el ejército de fieles y misteriosos funcionarios con el contenido más enigmático del reino, se ganarán el sueldo y su razón de ser. Nada debe escapar al poder del Sultán, para él no hay sueños inocentes, todos son fuerzas misteriosas que, aun permaneciendo ocultas, incluso de ingenua apariencia, pueden reflejar deseos e innobles ambiciones. La chispa de un cerebro expandida a millones de personas adormecidas puede provocar la desgracia del Estado, del Soberano.
Se trata de garantizar “que ningún sueño, aunque haya sido visto en el más apartado confín del Estado el día más anodino o concebido por el más insignificante siervo de Alá, debe escapar a la vigilancia del Tabir Saray”. En definitiva, como en todo recinto imperial se trata de ir un paso por delante de los conspiradores, de sus ambiciones, bien sean miembros de la corte, bien de la plebe inconformista.
Para quien haya tenido la oportunidad de leer a Kafka y a Orwell, la lectura de “El Palacio de los Sueños” no le resultará del todo extraña o atemporal. En realidad, tanto Kafka en dos de sus obras “El Castillo” y “El Proceso”, como Orwell en “1984”, siendo obras precursoras o delatoras de desenlaces totalitarios, suponen un afortunado e indivisible esfuerzo literario por reivindicar el derecho a opinar, a tomar postura ante la adversidad.
Quién no recuerda aquellos versos de Gabriel Celaya, también de difícil difusión en sus orígenes y donde nos recitaba:“…Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”.Ahí, siguiendo su estela encontraremos a Ismaíl Kadaré”.
[1] De la novela “El Palacio de los Sueños”
Vladimir Merino es un escritor nacido en la extinta Unión soviética, descendiente de los llamados niños españoles de la guerra, afincado en Benalmádena. Suma diversos premios literarios y varias novelas publicadas como Todo comenzó con esa maldita guerra, El médico de los pobres, Marinos de Matxitxako, La Colombiana, Balas y violines y Breve historia de los libros prohibidos. Aficionado al séptimo arte, desde el año 2017 es miembro de la Junta del Cineclub Más Madera.
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