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Los juicios de Dios

¿Cómo se resolvían antiguamente los casos de crímenes en los que no había sospechosos, o, si los hubiere, no confesaban su culpabilidad?

Estamos habituados a que el sospechoso de un acto criminal, para la Justicia sigue siendo considerado inocente hasta que la policía no demuestre lo contrario. Incluso, tendrá derecho a guardar silencio para evitar que una declaración inoportuna suya pueda incriminarle.

La policía deberá ponerse a investigar y buscar pruebas fehacientes con las que demostrar la culpabilidad del sospechoso y así ponerlo en manos del juez. A estos efectos, las técnicas policiales modernas de investigación (dactiloscopia, pruebas biológicas, ADN, escuchas telefónicas…) y, en general, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación aplicadas a la criminalística, han facilitado enormemente la labor de investigación policial.

De las técnicas citadas, el descubrimiento de la dactiloscopia y su aplicación para fines policiales a finales del siglo XIX, supuso un punto y aparte respecto al modo de proceder anterior.

En efecto, en el año 1892 ocurrió en Buenos Aires un espeluznante suceso: dos hermanos de 6 y 4 años de edad fueron asesinados, degollados, y la madre, herida y sangrando por un corte en el cuello que no tuvo consecuencias graves.

De la investigación se hizo cargo el oficial de la policía bonaerense Juan Vucetich, que usando la técnica iniciada años antes por el médico escocés Fulds, consiguió descubrir que el autor del doble infanticidio fue su propia madre. Un crimen vicario con la finalidad de hacer daño al marido y padre de los dos críos. El hombre había manifestado su intención de separase.

La prueba resultó tan evidente que fue la primera vez que un juez aceptó una huella dactilar, en este caso ensangrentada, para dictar sentencia, sentó los precedentes para que la técnica se extendiera rápidamente por todo el mundo.

Pero, ¿qué ocurría antes del descubrimiento de la dactiloscopia? ¿Cómo se resolvían los casos de crímenes en los que no había sospechosos, o, si los hubiere, no confesaban su culpabilidad?

Imaginemos la siguiente situación:

Nos encontramos en el año 1340 en una población, pongamos por caso de España, pero que podría ser de cualquier lugar de Europa.

Casimiro es un fiel criado que, como mayordomo, trabaja en la casa palacio del barón del Santo Rostro, un sesentón bonachón, generoso y ferviente católico. El barón contrajo matrimonio en segundas nupcias con la joven y bella Clotilde, de bastante menos edad que el marido. Aunque Dios no les ha bendecido con la paternidad (las malas lenguas de la Corte insinúan que el barón ya no está para montar yeguas jóvenes), se les ve muy felices.

Por su parte, Casimiro, el mayordomo, es un hombre metido en los cuarenta, fuerte y atractivo. Su padre y su abuelo también ejercieron el mismo cargo con los antepasados del actual dueño y señor de la casa. El sirviente es un hombre escrupuloso en sus obligaciones manteniendo en perfecto orden y esmero la casa palacio, haciéndose respetar por la servidumbre, inclusive de su mujer, Petra, que es una de las damas de la baronesa.

Cierto día, la paz de la casa palacio se ve alterada por un suceso de lo más desagradable. A la baronesa le ha desaparecido de sus aposentos una preciosa joya, una sortija de oro engarzada con un diamante rojo, regalo nupcial del barón a su amada Clotilde.

La desolación cae sobre la servidumbre. Las criadas con acceso a la alcoba de la baronesa son registradas meticulosamente. También sus habitaciones. Y, ¡he aquí la sorpresa! La preciosa joya es encontrada en un armario del dormitorio de Casimiro, que comparte con su mujer. Ella y el marido juran por todos los santos de la corte celestial que son inocentes. Pero, la evidencia es clamorosa: de los dos cónyuges, la esposa es quien únicamente ha podido realizar el robo.

Enterado el alguacil mayor de la ciudad, detiene a Petra y anuncia su castigo inminente: la horca.

La desolación del mayordomo es angustiosa. Él sabe que su mujer es inocente, y que la culpable es la propia baronesa, despechada de sus insinuaciones amorosas hacia el mayordomo. Pero Casimiro, no puede hablar de estos deslices de la baronesa.

Así que decide autoinculparse. Sin embargo, el barón y el alguacil no le creen. Lo consideran una noble artimaña para salvar a la esposa. Pero la confesión del mayordomo siembra la duda en las mentes del barón y del representante del rey. Deciden hablar con el obispo. Monseñor, nada más oírles, pronuncia la fatídica frase:

—¡Que sea Dios quien hable!

El barón y el alguacil se miran y asienten en silencio. El obispo pregunta al agraviado qué tipo de juicio desea. El barón piensa en la prueba del hierro candente, pero de la última vez que vio una similar, aún recuerda los gritos del desgraciado y el horrible olor a carne quemada.

—Le del caldero —dice, titubeante.

—Señor barón, es usted un hombre sumamente bondadoso —responde el obispo—. Dada la personalidad del injuriado, será con aceite y habrá dos calderos para cada uno de los esposos.

—¿Dos, monseñor? —pregunta, alarmado—. Está claro que mi mayordomo se ha declarado culpable para salvar a su esposa. ¡Es tan bueno!

—Podría ser que no esté mintiendo, señor barón. En este caso, la culpa y la pena serían mucho peores. El mayordomo podría haber entrado en los aposentos de la señora baronesa, puede que no solo con intención de robar unas joyas…

—¡Dios santo…! —responden al unísono barón y alguacil, a la vez que se santiguan.

Mediante edictos se anuncian para dentro de cinco días el Juicio de Dios u ordalía, que también recibía este nombre la prueba.

Durante los tres primeros días, Casimiro y Petra observaron un riguroso ayuno. Además, se abstendrían de tener relaciones carnales.

El Juicio de Dios era público y se celebraba en una iglesia o catedral. En el caso que nos ocupa, una iglesia. Una hora antes de que comenzara propiamente el Juicio, se ofició la santa misa y los acusados recibieron la comunión. Terminada la ceremonia, el sacerdote, seguido de Casimiro y su mujer, se encaminaron a la zona del templo donde, desde horas antes, se calentaban a un vivo fuego de leña dos calderos conteniendo aceite hirviendo.

El sacerdote dirigió unas palabras a los fieles y les exhortó a que confiaran en la palabra de Dios, sabio y poderoso, que hablaría por medio de aquella prueba. El representante de Dios mostró a los feligreses y a los acusados dos sortijas que arrojó a cada uno de los calderos. Casimiro y Petra, con los sayos remangados hasta los hombros, los brazos desnudos, se colocaron temblorosos ante cada uno de los hirvientes recipientes.

A una señal del sacerdote introdujeron sus brazos hasta el codo buscando las candentes sortijas. Petra dio un horrible grito que atronó durante segundos por las tres naves del templo. Cuando sacó el brazo llevaba entre sus dedos enrojecidos la sortija. La mujer corrió tan rápido como pudo hasta el altar mayor. Allí le vendaron el brazo y le colocaron un sello para garantizar que posteriormente no recibiría ninguna cura.

Casimiro tuvo peor suerte. Le costó unos segundos más encontrar la sortija. Cuando sacó el brazo del aceite candente, se desvaneció y cayó al suelo. Entre dos fieles consiguieron arrastrarle y llevarle al altar mayor para que fuera vendado y sellado, al igual que su mujer.

Tres días después, en otra ceremonia también pública, el sacerdote comprobaría que los sellos no se habían roto, y quitaría las vendas. Lo más común es que hubiera horribles quemaduras infectas y putrefactas, con pústulas malolientes por causa de la escasa higiene de la época. Esto sería señal inequívoca de que el reo era culpable de los delitos que se le imputaban. Por el contrario, si la piel del acusado aparecía impoluta, es que era inocente. En cualquiera de los dos casos, el sacerdote decía:

—Dios ha hablado. Es la palabra de Dios.

El inocente quedaba en libertad, mientras el culpable era llevado por los guardias a prisión hasta que días después se dictara la sentencia condenatoria (pérdida de libertad, el exilio, la muerte…).

Para los Juicios de Dios no siempre se utilizaba el caldero con aceite. También era frecuente utilizar el agua hirviendo que, dentro de lo grave debía resultar menos doloroso.

Más dura que ambas, si cabe, era la prueba del hierro candente. Consistía en colocar una barra de hierro entre ascuas de carbón hasta que el hierro estuviera al rojo. El sacerdote sacaba con unas tenazas el hierro de las ascuas y lo entregaba al acusado, que debería coger con una de sus manos el metal al rojo y sostenerlo durante unos segundos. El procedimiento de vendado y sellado era similar en todas las pruebas. Por cierto, que de aquí viene la expresión de «pongo mi mano en el fuego…» cuando queremos expresar la confianza que nos inspira determinada persona.

En cierta ocasión un hombre acusado de estar loco fue condenado a la prueba del hierro candente y llevado a la fuerza a la iglesia para realizar el terrible Juicio. Una vez en el templo, por fin, y a voz en grito, aceptó recibir el hierro del sacerdote si el ministro de Dios lo cogía de las ascuas sin las tenazas para entregárselo a él. Cuentan las crónicas que, ante prueba tan evidente de lucidez mental, a regañadientes, el sacerdote proclamó la inocencia del sujeto y lo dejó en libertad.

Otro problema añadido a la barbaridad de los Juicios de Dios, se producía cuando el presunto criminal era un noble. Este, tenía derecho a ser «representado» en el Juicio por uno de sus criados, que era quien sufría el castigo físico.

Las ordalías o juicios de Dios funcionaron en toda Europa a lo largo de la Edad Media y bien entrada la Moderna, prácticamente hasta el siglo XV. El veredicto se consideraba que tenía origen divino. Siendo unos métodos terribles, no fueron los únicos medios de obtención de «pruebas inculpatorias»: los suplicios y tormentos convivieron durante siglos con las ordalías y acabaron sustituyéndolas. Y, prácticamente hasta fechas muy recientes, se han venido utilizando para obtener la confesión de un presunto culpable.

Los modernos métodos policiales, reseñado anteriormente, amén de la dura lucha llevada a cabo por la sociedad en el reconocimiento de los derechos individuales de las personas, han propiciado que pasemos del terrible «culpable, mientras no demuestres lo contrario», de los Juicios de Dios, al actual «soy inocente, mientras no se demuestre lo contrario».

¡Gracias a Dios!


José Manuel Portero es escritor, autor de una serie de novela negra protagonizada por el inspector Lino Ortega, de la Comisaría de Torremolinos-Benalmádena (Málaga). En el último año publicó el ensayo histórico Nazis en la Costa del Sol.


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